Fragmento «El Hijo Pródigo vuelve a casa»: Capítulo 2. Izquierda

Al terminar la junta con el cliente decidí tomar un momento de descanso en casa. Llegué y encendí uno de los porros que estaba sobre el escritorio; recordaba los 3 elementos que menciona la referencia bíblica por excelencia. El mejor calzado, el mejor vestido y el tercero que por ahora la mariguana me ha hecho olvidar. Me veía al espejo mientras sonaba de fondo música de Caifanes en el reproductor de vinilos. Lenina siempre me recordaba lo vanidoso que era y en mi mente atesoro todas aquellas veces que fumamos juntos. Ella se sentaba en el sillón de la sala que da hacia la vista de los edificios; una de las ventajas de vivir en el último piso es que teníamos la opción de ver toda la Ciudad a lo lejos, todos esos momentos que compartimos y yo pensando en el solipsismo y ella pensando en cuantos balones de futbol cabían al interior de un coche. Aún recuerdo que esa pregunta nos daba mucha risa incluso meses después de que me la hubiera hecho.

Ella tenía un gusto ecléctico, musicalmente hablando. Podía escuchar cualquier clase de metal y se burlaba de mi por la música de niño fresa que yo escuchaba. El tiempo se pasó volando y era hora de continuar con el libro y la tesis. Tomé lo que había quedado de la hierba y terminé de fumarlo. Corrí por el pasillo hacia el elevador, el color blanco y rojo de los edificios me hacía sentir un poco mareado. Los botones del elevador tenían un brillo particular eran ascensores muy viejos como la mayoría de mis vecinos quienes estaban ahí desde su construcción. Dentro del Metrobús podía sentir las miradas de los otros acechándome, pero continuaba absorto en mis pensamientos. Frente a mi iban sentados un señor y una señora como de unos cincuenta años de edad, me olfateaban como si nunca hubieran olido mariguana antes. Y yo al examinarlos detenidamente comprendía su repudio hacia mí, un muchachito muy bien vestido y peinado como para andar fumando esa porquería.

No me importaban sus pensamientos más no podía dejar de observarlos y pensar como los sueldos ahora son cada vez más bajos, las cosas que se deben consumir son cada vez más caras. Por convicción y para dejar de consumir dejé de ir a las grandes cadenas de supermercados para ir al mercado cerca de mi casa o a las tienditas, trataba de evitar las tiendas de conveniencia, aunque no lo lograba del todo pues me había vuelto un poco adicto a la taquicardia que era producto de tomar bebidas energéticas. Caminando hacia la Biblioteca Central y pensando en esa pareja que me observaba en el Metrobús entendí que el lugar hacia donde nos lleva el progreso es el vacío existencial. De una u otra forma no tenía muchos amigos cercanos, mis amigos eran esas personas a las que psicoanalizaba dentro del transporte público.

En los años universitarios era donde más socializaba con las personas y normalmente eran personas que conocía desde hace más de diez años; aún recuerdo a esos amigos de la universidad y de la infancia que me felicitaban por el gran logro de haber leído El Capital de Marx completo. Logro que para Lenina era insignificante, aunque ella no lo hubiera alcanzado aún. En un inicio los años pesaban entre nosotros, muchas de las cosas que hacía eran niñerías para ella, cosas que cualquiera podría lograr. Pero la gota que derramó el vaso fue en una de nuestras charlas al hablar del progreso en que yo le decía que el progreso nos orilla a no preguntarnos lo que sucede en nuestro ambiente y simplemente ser felices con lo que tenemos y no con lo que está en nuestro interior. Era una pequeña crítica hacia el mundo de fantasía que inventamos en nuestras redes sociales, donde mostramos lo felices que somos con nuestra actual pareja. Me comentaba que si estaba tan en contra de todo eso que entonces cerrará todas mis redes que dejase de estar en el celular todo el día. Nunca logramos terminar esa discusión sin terminar peleados o dejarnos de hablar durante varios días.

Llego a la Biblioteca y lo primero que hago es darle a la bibliotecaria doscientos pesos para que me deje quedarme hasta tarde. Lo segundo era comprar un café deslactosado y descafeinado solo para engañar a mi cerebro y hacerle creer que nuevamente recibiría cafeína. Por ahí de las once y media de la noche los ojos me pesaban y era que me quedaba dormido sobre mis notas. Y tenía mi sueño de todos los días donde me ahogaba dentro de un lago, a veces me parecía ver a mi lado a mi papá sonriendo como si tratara de decirme algo, como si estuviera orgulloso de mí. Hasta cierta medida y casi nunca lo decía frente a ella, pero Lenina tenía razón, lo que buscaba era alejarme de esa realidad enajenante en la que vivimos, por eso creía que, en el discurso de dejar de consumir cosas, mi alma se reivindicaría un poco.

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