Escenas bucólicas.

Dos ratas realizaban sus diligencias, una era una rata de ciudad y la otra de campo, y aunque creían no tener nada en común, en el fondo de su “espíritu animal” sabían que tenían más cosas en común de las que les habría gustado aceptar. La rata de ciudad con su aspecto turbio y su sonrisa burlona avanzaba entre las alcantarillas, creyendo siempre que tenía todas las respuestas, que nadie podría enseñarle algo. Eso era hasta que conoció a Javier, la rata de campo.

Él paseaba libre por los pastizales, no se preocupaba por la hora ni por el tráfico, simplemente vivía su vida despreocupado de lo demás. Francisco, la rata de ciudad sentía ternura por Javier, por su inocencia, su alma pura y sin malos pensamientos. Al igual que como ocurre con las personas de provincia, aquellos que tienden a ver el fondo de las personas, y no la forma, Javier y Francisco se encontraban en un punto medio, el primero en su papel de rata de campo que salió de su pequeño pueblo ¿grave error? Para probar suerte en la ciudad. El segundo, muy adentrado en su papel de sabelotodo. Engreído y lleno de “cultura” pagada con el dinero de alguien más.

Las diligencias que realizaban no eran las mismas, pero tenían un punto de intersección, el mismo dueño. Al principio fue algo extraño para ambas ratas, no sabían que esperar del otro. Javier, acomplejado por el aire de campo que respiraba, no quería hablar con ninguna rata de ciudad que se le acercara. Más que por timidez, por un aire altivo que caracteriza a las ratas de su región. Ellas, los roedores de campo, son bastante unidos, viven en familia y tienen figuras de respeto como sus progenitores o la religión. A diferencia de las hormigas, como ven a los mexicanos en algunas instituciones bancarias, las ratas gustan de lo que hacen, siempre esperan salir adelante y no simplemente cumplir con su rol en la amplia cadena de producción (léase alimenticia).

En alguna ocasión las ratas coincidieron después de sus diligencias. Javier pagó la primera ronda; Francisco como buena rata de ciudad no podía quedarse atrás. Pagó otra ronda de igual forma. Lo que sucede entre las ratas de ciudad y las de campo es algo curioso; las de ciudad no quieren aceptar que son apegados a su familia y a la religión igual que las de campo. Además quieren tener esos aires de grandeza (léase contaminación) que surgen a partir de cosas que ellos no han forjado. Adicionalmente dicen vivir y convivir en un tipo de economía avanzada que nutre los sueños de otras personas y no los propios.

Los tragos fueron bebidos y las ratas salieron intoxicadas del lugar a donde llegaron. Abiertamente y mirándose a los ojos compartieron sus mundos el uno al otro, con sus reservas. La rata de campo no quería mostrase muy amistosa y la de ciudad tenía ese “no sé qué” de alguien a quien no le importa la vida. Llegaron al pequeño matorral donde vivía la rata de campo, solo para dormir un poco y recuperar energías. Despertaron hasta el otro día, Javier preparaba el desayuno, huevos orizabeños. Mientras comían las dos ratas no decían nada y reían felizmente de su noche de juerga.

Todos los recuerdos se agolpaban en su cabeza, recuerdos y una jaqueca impresionante. Volvieron a sus realidades alternas pero compartidas. Javier viviendo en un matorral cerca de una pequeña cabaña, alejado de Dios y muy cerca de “La Chingada” Veracruz. Francisco a la hiperrealidad, al vivir siempre conectado, lleno de “Me gusta” de sus amigos pero sin ninguno en la realidad, excepto por su nuevo amigo, Javier la rata de campo.